Es sábado por la mañana. Pero no es cualquier sábado.
A la noche cenarás con aquella persona que le está dando un sentido muy especial a tu vida. Pero eso no es todo. Lo que convierte esa cita en algo sumamente excitante es que tú prepararás la cena.
Lo primero que piensas al abrir tus ojos es en el mercado. Te duchas como de costumbre, te aseas, te acicalas y sales directamente de casa, pensando en los ingredientes que tienes que comprar.
Es un día espléndido, como augurando que algo bueno está por suceder. Una vez en el mercado te fijas con devoción religiosa en los tomates, auscultas científicamente las cebollas, compruebas que la lechuga esté fresca, y compras la mejor carne que hay.
¡Hoy tienes permiso de gastar! Sin pensarlo dos veces.
Pasas el día resolviendo algunos asuntos pendientes, pero siempre con la mirada puesta en la noche.
A la tarde, comienzas a preparar la cena.
Pero antes te sirves una copa de ese vino que te gusta tanto y del que has llevado 2 botellas… por si acaso. Pones música de fondo a modo de inspiración y lentamente te vas convirtiendo en el alquimista – cocinero – artista que ya sabes que eres.
Mientras vas cortando el tomate en trocitos minúsculos – para aumentar el sabor – te vas fijando en la carne que a la mañana has puesto en una solución de hierbas finas y vino. Al cabo de un rato la cocina comienza a tener vida propia. Aromas y efluvios lentamente van llenando el espacio. Se empieza a sentir un calor auspiciante, y los colores de las verduras se entremezclan con el juego de colores de los rayos del sol, que penetran curiosos por la ventana. Empiezas a probar tu obra y encantado percibes que está deliciosa….pero… ¿le gustará también a ella? Por un momento te invade el temor y la angustia. Pero al probarla nuevamente se disipan todas las dudas. ¡Está buenísimo!
Una vista al reloj te avisa que ya es hora de ir terminando. Pones el reloj del horno, apagas las hornallas y arreglas el desastre que has dejado en la cocina, como parte inextirpable de cualquier fase creativa.
Una última mirada de aprobación final y te precipitas a tu cuarto. Tiene que estar todo perfecto, para la velada que se está acercando velozmente.
Te pegas una ducha, no vaya a ser que el olor que quedó impregnado en tu ropa delate los sabores que vienen. Y ya estás listo para la gran aventura. La gran velada.
Esperas, mirando la televisión, con una ansiedad especial. Ahí a lo lejos percibes el temor que quizás a última hora te dejen plantado. ¿Todo para nada?
Pero antes de seguir por los derroteros de ese pensamiento tan funesto, cambias el canal de la tele a la serie que habías comenzado unos días antes, como quien se mete el chupete aliviador en la boca.
Y de pronto toca el timbre. Solo puede ser esa persona. Te levantas, te vas a la puerta de tu departamento y lo abres.
Pero no es la persona. Es completamente otra.
…la infidelidad
Así se percibe una infidelidad desde afuera. Cuando decimos “fulanito se metió con menganita”.
Como si se hubieran conocido en un instante y deciden entablar una relación romántica de la nada.
Pero la verdad es otra. Nadie ha reparado en el tiempo en que so “cocinó” esa infidelidad.
¿Cuantas parejas perciben lo que se cocina y evitan hablar del tema?
¿Cuántas, quizás buscan un pretexto para separarse, inconscientemente, porque en el fondo la relacion ha dejado de llenar un vacío que se ha hecho más grande?
¿Acaso no nos damos cuenta cuando nuestra pareja está “cocinando” para alguien más?
¿En qué momento hemos ·”desaprendido” a cocinar para nuestra pareja?